sábado, 16 de agosto de 2025

11 años del Club Chufa: Misión cumplida, pero...

El pasado 27 de noviembre el Club Chufa cumplió 11 años de existencia. Si bien el Club ha estado tranquilo los últimos años, dedicándose principalmente a la publicación de artículos en este weblog, el carácter de grupo activo nos hace constantemente preguntarnos: "¿Ahora qué sigue?"

Los que conocen el Club Chufa deberán recordar que nuestro propósito inicial era bífido y bipartita:

1. Integrar MTV, los videojuegos y el manga/anime japonés a la literatura canónica
2. Destruir la literatura regionalista y la poética del desierto, la que veíamos como un cáncer.

Misión cumplida. Ambos propósitos fueron llevados a cabo limpiamente. Como líder del Club me complace voltear la vista y ver los huesos humeantes de los enemigos: los medios masivos, los videojuegos, los cómics están ahora fundidos ininteligiblemente con la alta cultura. Basta ver las nuevas exposiciones de pintura y escultura: allí, junto a estatuas clásicas de mármol y aburridos experimentos abstractos, están figuras de Mickey Mouse y pinturas de mujeres que parecen salidas de los sueños de un otaku. (A la derecha, un ejemplo de la pintora Audrey Kawasaki).

Claro, este logro no es exclusivo del Club Chufa. Simplemente, nosotros presentimos que esto iba a pasar, y queríamos ser agentes de este cambio, queríamos subirnos al espinazo del caballo horrendo que nos sacaría del aburrido silogismo llamado posmodernidad. Y lo logramos.

Lo que sí nos podemos adjudicar es la muerte del regionalismo. Con adoctrinamiento, influencias secretas, sabotajes artísticos y con el simple hecho de desprestigiar el regionalismo por puro contraste con nuestra actitud cool hacia el mundo, poco a poco la poética del desierto se marchitó y ahora está en el más seco de los olvidos.

Hey, Sonora, ¿escuchaste bien? Fuimos nosotros. El Club pinchi Chufa. ¿Sabes por qué ya no ves poemas sobre chollas y coyotas en las ediciones dominicales de los periódicos? El Club Chufa. Hey, hey, profesor de primaria con afanes de poeta: ¿sabes por qué nadie aprecia ya tus poemas sobre Tepupa y Cíbola? ¿Sabes por qué se canceló la obra de teatro regionalista Güevos Rancheros? Sí, adivinaste: somos nosotros.

Le dimos a la región cuentos basados en Mario Bros. y poemas con tema japonés y escandinavo. ¿Qué media figa le iba a valer al lector que hablaras de la heroica Caborca? Después de leer un cuento sobre robots gigantes que roban arte está un poco cabrón conformarse con cuentos insulsos sobre una viuda en Cananea que teje suéteres de lana.

Y cuando lo hicimos, cuando azotamos la bolsa de gatitos de la literatura regionalista contra las piedras de nuestro poder, lo hicimos sonriendo. Y sí. Se acabó: compruébelo el lector. Somos cosmopolitas de nuevo. La literatura de la región se alivió del cáncer regionalista.

¡Pero se volvió loca!

Hay dos formas de estar loco: Una es la "locura" de los noventas; por ejemplo, ALF se ponía unos lentes oscuros y decía "'¡Estoy bien loco, a la gaver!" y salía corriendo y a todos nos daba risa. La otra es la locura patética que a nadie divierte y que requiere intervención, cariño y medicamentos. La nueva literatura sonorense está enferma del segundo tipo de locura.

Y no tanto la literatura en sí. Son los escritores los que están hundidos en la brea apestosa de la locura. Dino Trajeado y yo conversamos al respecto, y de nuestra charla salió el artículo que nuestro jurásico colega ha publicado en este blog la semana pasada (haga click aquí para leerlo). En nuestra larga conversación mencionó que le había decepcionado cómo, después de la muerte del regionalismo literario en Sonora, los nuevos reyes eran un hato de nerds.

Así lo dijo (en inglés, su idioma nativo, a flock of nerds), y estoy de acuerdo. Los escritores de hoy, en lugar de ser progresistas cabrones con actitud, son tímidos bibliotecarios obsesionados con la literatura, no con el mundo, no con la mente y el intelecto, no con el arte, no con la gente; repito: con la literatura.

El problema de la literatura regional que Carlos Vicario definió con la frase "...su literatura consiste en cartas amistosas a sus compadres"[1] persiste en esta nueva generación y sus cuentarios y novelas masturbatorias e ignoradas. En un tiempo en que nadie lee se empeñan en encerrar la literatura en los claustros de sus egos.

Y no es como si el Club Chufa no fuéramos un montón de ególatras también, pero al menos deseamos que las grietas por las cuales el lector se asoma a nuestros egos sean al menos interesantes, divertidas, innovadoras... ¿Por qué putas creen que tenemos un dinosaurio escribiendo para este blog? ¿Les dolería a los nuevos escritores en sus pieles de princesa atreverse un poco, arriesgarse?

El nuevo panorama de las Letras enfrenta al Club Chufa con un enemigo nuevo: su cara es la de un bohemio de pacotilla, su cuerpo encorvado es el de un groupie de Bolaño, su carácter es el de una muchacha tonta con un libro de autógrafos apretado en el pecho que espera a Murakami tras bambalinas para hacerle un blowjob.

Adoradores de la bohemia vacua y fanboys de la literatura, temerosos de los autores y las autoridades: Aquí estamos. Somos Club y somos Chufa. Acabamos con el regionalismo en menos de diez años. Ustedes siguen. Prepárense para la guerra. Esta noche, señoras y señores, cenaremos en el Infierno.

[ 1] "Texto leído por Carlos Pacheco Vicario en Horas de Junio 2004".
Documentos del Club Chufa: (http://elclubchufa.blogspot.com).





Smooth dixit

Un tipo que soñó a una geisha pescando. Mandó una carta a Sigmund Freud para que interpretara su sueño. Como no recibió respuesta le puso una demanda de tal intensidad que podría curvar el despreciable espacio tiempo. Como en la película Volver al futuro, donde había una broma recurrente, ya que el protagonista decía siempre que el problema estaba pesado, entonces el científico le preguntaba si en el futuro había pedos con la gravedad. Siempre me preguntan que si que hay con los sueños de los japoneses. Según una encuesta que hice entre mis amigos japos, ellos tienen los mismo sueños que un ser occidental. El clásico sueño donde están enfrente de la clase desnudos y todos se burlan. O la mamada esa de caerse por un barranco mientras a lo lejos se escuchan las sirenas de Ulises, sí cabrones occidentales, el mismo Ulises. El 80% de las mujeres tienen frecuentes sueños húmedos, mientras que solo 10% de los hombres japoneses los han experimentado.


Yo sueño últimamente que voy manejando un tráiler con una mano y con la otra sostengo una bolsita con agua y un pez. Voy en putisa, pero siento la obligación de sostener bien esa bolsa mientras esquivo automóviles. Ejercicio zen número 1 después del 1. Antes soñaba en que caía una lluvia de pianos que descalabraban a todos. Estudiosos modernos, no como Lacan que se tiraba a sus pacientes, sino como Panzano, han dicho que los japoneses sueñan mucho bambú y con osos pandas. Pues que se metan el bambú por el culo para que se fácil interpretar que no han superado la etapa anal, como muchos lectores de aquí. La gente es complicada incluso cuando duerme.


Matsuo Basho es considerado el más verga. Su competidor, un poeta jotolón que se llamaba Kobayashi Issa, siempre repudió los versos del mongolo Basho. El maestro Matsuo realizó cerca de 2 mil haikús y 5 libros de viajes. Pato Donald Keene, el crítico más conocido de oriente, dice que Basho tiene cuando muchos 100 haikús respetables, lo demás es mediocre. Issa, que odiaba la gloria falsa de Basho, decía que cuando muchos Matsuo tendría unos 20 ó 30 haikús medianos, lo demás debía quemarse. Mishima o Akutagawa, no me acuerdo quién de estos dos escritores a duras penas, creían hasta la medula que arde que los poemillas de 5-7-5 era un arte menor cuando mucho.


La generación del sano y aburrido Kenzab Oé considera que el haikú no es arte y que debería desaparecer de las formas tradicionales. Es una huevonería, en pocas palabras. Como el wey mamón de Vagas Llosa, que dijo una vez que al término “teatro Noh” debería quitarse la letra “h” final, porque era una pedantería. Yo digo que deberían partirse la madre en un ring, custodiado por 5 canguros con rabia para impedir que se bajen y que los devuelvan con unas pinchis patadas. Sólo Oliveira se atrevería a dudar de la existencia de los canguros y de los escritores a la Street Fighter, Champion Edition. Más bien a elevarlos al estatus de taoísmo ruidoso de metafísica.


Finalmente, Orobayashu, un amigo cercano de la facultad, está apunto de terminar su tesis sobre los brazos de la Venus de Milo. Desde que los 2 pedazos de mármol se descubrieron en Melos, muchos han especulado de culo que sostenía un cántaro, otros más centrados que mostraba la manzana de Paris, otros un grueso falo y otros que un espejo y un peine. Yo pienso que con una mano sostenía la manzana y con la otra se masturbaba por debajo del manto, al rey mato, es el prólogo del famoso Quijote, y un refrán popular de España. Se cree que los turcos enterraron los brazos en algún sitio de Constantinopla y que Cervantes participó en tal aventura. No mamar, deberían regresarlos. Voto porque le pongan brazos robótico o ya de perdida una antorcha. Una pistola. Punto final. No punto y seguido. Ahora sí punto final. Aquí está.(.)

Obeso loro literario

En 1984 Julian Barnes, autor británico, publicó El loro de Flaubert, una especie de ensayo-biografía que en realidad se conoce como “novela de segundo grado”, es decir, aquella que se nutre de un clásico y de la vida de su autor. El narrador toma como punto de partida al cotorro que aparece en el cuento “Un corazón simple” (Un coeur simple). ¿Por qué un perico y cuál es el ave original en la cual se inspiró Flaubert? ¿Tiene algo de Espíritu Santo, de narrativo, de omnisciente? Tales son las cuestiones que dan génesis a las pesquisas del narrador.

Si fuéramos matemáticos, podríamos aducir: Felicité más Loulou es igual a Flaubert. Que se hable de aquel perico disecado sonará a pretexto para abordar la figura histórica del obeso francés, pero más bien es la forma de despojar de pathos dramático a una historia verdaderamente entretenida. El narrador, el misterioso doctor Braithwaite, obsesionado con el padre del realismo, comienza a ordenar los datos mezclando la ficción, el registro histórico y la brusquedad de sus propios juicios.

En busca del verdadero perico en el cual se inspiró Flaubert, el doctor, inevitablemente emprende un análisis de los significados en la obra del francés, espiando las anécdotas, las cartas, las amistades y la opinión de la crítica. Como si estuviera valorando el cuerpo de un paciente, el narrador detalla, organiza y relaciona el sinnúmero de información, descartando, certificando o concluyendo de una manera irónica, burlesca y desfachatada, pero siempre con rigor. El resultado es que nos devuelve la imagen viva de un autor mundano, egoísta, enfermo, contradictorio, escatológico, decadente, obseso y amante de las buenas mujeres del burdel; en suma, desmentido.

Sí, ha adivinado: no sólo es una novela del loro flaubertino, sino un análisis zoológico, una diatriba contra los ferrocarriles en la narrativa decimonónica, un regaño ácido a la estulticia de los críticos. Una “periquería” que cifra a Flaubert como un loro o pelícano gordo, rezongón y pueril; pero a veces huraño y peludo, como un oso parlante. Construida desde el principio posmoderno de la simultaneidad, y no de la predecible cadena lineal causa-efecto, Barnes disfruta reduciendo al absurdo los conflictos y problemas propios de los estudios de historia literaria, negando, como Flaubert hizo al resistirse a la vida, una trama para su novela, transformándola en una portentosa exhibición de método teórico y biográfico.

Memorable la relación que nos ofrece de los animales en la vida de Flaubert: el loro, los perros, los osos, los camellos, los monos, comparando el carácter del autor respecto a la esencia de ellos. También hilarante cuando reprende a la especialista inglesa en Flaubert, cuando ésta indica que los ojos de Emma Bovary están mal descritos: en una parte pardos, en otra negros, en otra azules. ¿Importa para la historia de la literatura esta “errata”? ¿O sólo importa para el placer de una lectura personal? Además, pregunta: ¿Alguien se habrá dado cuenta de esta peculiaridad? ¿Existe en algún lugar un lector perfecto, un lector total? Tras un análisis y verdadera cátedra de teoría literaria, Barnes consigue defender a Flaubert y, en realidad, demostrar que no es un error.

También es de enfatizar aquellas escenas con George Sand y Turgueniev, las apariciones de Zolá, o la extravagante intervención de Louise Colet, para defenderse y poner en evidencia la turbia vida sexual y emocional del novelista. Igualmente son imperdibles los relatos de viaje a Egipto, o los delirios de un mandarinato en Francia como justa forma de gobierno. Además, la actitud ante la muerte, los años grises de aislamiento, la organización de su escritura; los universos posibles: las obras que Flaubert nunca escribió, pero de las cuales ya tenía un plan. Y por supuesto la novela incluye un examen escolar para comprobar nuestros saberes en materias flaubertianas. En síntesis, una completa guía, un libro que, clásico, no mitifica, sino que bestializa al biografiado al extremo de usurpar la identidad de Loulou. Como si la escritura se diera más bien en la mente de aquella ave disecada, que observaba con ojos secos los últimos días del novelista francés. Al fin y al cabo, al gran maestro del realismo le gustaba afirmar, como al perico-narrador de Barnes: “¡Loulou c’est moi!”

jueves, 22 de junio de 2017

Satanás y el mal

“El príncipe de oscuridad es un caballero.
Modo se llama, y también Mahu.”

Shakespeare
Amables lectoras, ¿a nadie le apasiona todavía, después de tantos años y tanta tinta la idea del mal? Y no me refiero a fechorías satánicas, cosas malditas que uno hace para ser más heavy metal, ni a la opresión de los pobres en las garras del poder ni a los trances violentos de un asesino-suicida en un mall de Estados Unidos; no: me refiero al mal, esa mancha de melanoma indeleble en la cara de Dios.

Y es que yo creo que nos seduce el hecho de que un concepto creado para darle sentido a la agonía metafísica se haya vuelto un lastre para el mismo sistema que lo ideó. Lo que nació como una ayuda para que el bien pareciera más bueno, más atractivo, se convirtió en la pieza mal puesta en el jenga raquítico de la ética. Y como Yahvéh se arrepintió, poco antes del Diluvio, de haber creado al hombre (ojo, no a la mujer), creo que el bien debe estar muy arrepentido de haber inventado el mal.

Les confieso algo obscuro: quisiera poder sentir el escalofrío rocanrolero que sintió el primer homínido que sintió un falso sentido de superioridad por haber subvertido un código moral. Es normal y comprensible sentirse avergonzado por romper las reglas; además, un castigo físico o psicológico ayuda a afirmar la propiedad de esa amargura, pero piénsenlo bien: debió haber una persona que rompió el tabú sólo por chingar, sólo por la singularidad o el entretenimiento. Envidio la novedad y repercusión de esa idea.

Al final, rechazar la causalidad y el beneficio de las acciones rectas y provechosas es la raíz del mal. Quiero imaginar un par de hombres sin nombre escondidos tras las ramas esperando el mejor momento para clavar las lanzas en un pingüe animal de las estepas prehistóricas. Quiero imaginar a uno de ellos lleno de la lujuria estúpida del crimen. Y quiero saber qué pensó al matar al hombre y no matar a la bestia. Quiero saber por qué no lo hizo por rencor ni por venganza hacia ese ser humano, sino por joder. Nomás por ser un don hijo de la puta. Estoy seguro de que en el fondo de esta escena algo equivalente a un solo de guitarra eléctrica distorsionada comenzó a sonar y a diluírse en el viento.

Ahí nació el Diablo, pero no nos dimos cuenta. Yo he buscado al Diablo en muchas partes porque es el tema de la tesis de doctorado que nunca voy a terminar. Las historias de las religiones me le hacen buscar en Asia, en Zoroastro, en pequeños micos enojados y blasfemos muy adentro de libros en sánscrito que jamás podré leer. Pero la Fuente Mala (como yo la llamo) está en otra parte. La mayoría de las cosas que valen la pena ocurrieron antes de que pudiéramos escribirlas. Las cosas más cool se nos fueron de las manos irremediablemente simplemente porque no existía el disco duro dónde guardar todos esos datos. Como dicen: tendríamos que haber estado allí para entender.

Vayamos, pues, a Cristo, que es más cercano a nosotros y sobre quien conocemos relativamente mucho ¿Qué era el mal para un profeta judío bendito del año 33 después de él mismo? No era, como lo define el diccionario, la ruptura de las normas, pues él mismo era la cancelación de las rancias leyes de Moisés. No era, como lo era para los romanos, un... no, olvídenlo, los romanos tenían un cánon metafísico desparpajado y deplorable. No era tampoco el ángel rebelde que los románticos entronarían como el non plus ultra de lo cool que es ahora Satanás.

Cristo tuvo el gusto de conocer algo que probablemente era el Diablo en el desierto, y esto fue posible porque sabía qué era el mal: un agente caótico, una semilla de podre dentro de todos nosotros que esquivaba causa y efecto. Sabía que era un bug en la programación de su Padre y él vino a vacunar el sistema, más o menos como Neo, personaje en el cual se basó el autor desconocido del manuscrito Q para redactar los evangelios. Todo esto (el manuscrito Q, Cristo, Matrix) está en Wikipedia, véase.

El Diablo palidece ante el mal. Roland Barthes decía que un mito revestía de inmortalidad un hecho histórico, pero en el caso del Diablo, el mito lo convierte en una vaga alegoría, una caricatura con cuernos. ¿Por qué demonios vale la pena hablar de él entonces? Me voy a justificar con la última frase al final de este textito.

Filósofos se han revolcado en el polvo, frustrados ante el prospecto de explicar a un Dios bueno que permite el mal. Y es que eso es el mal, la división por cero, el neutrino sin masa en un universo con masa, el Satanis punctum (el punto raro en el que la regla áurea se desvía unas cifras y arruina la armonía de phi), la nota marrón (en música, una nota musical que provoca vómitos y diarrea). Es una excepción fascinante en un mundo en el que las alas de las libélulas parecen diseñadas por una combinación de los dedos de Johan Sebastian Bach y la mente criminal de James Moriarty.

Por qué Dios permite que pasen cosas malas a personas buenas. ¿Por qué Job? Dios mismo se pone una máscara de mal en Job, capítulo 40: “Porque soy Dios, putos, y porque qué van a hacer. Porque soy Yahvéh, tu papi, y porque qué, ¿vas a ponerle un bozal a la Serpiente Marina y vas a pasearla por el parque?” Dios, greñudo, nos dice con el dedo erguido (muy probablemente su dedo medio) que porque sí. El mal es porque sí.

William Blake tenía un nombre para este Dios arbitrario y confundido que todavía muchos consideramos el Padre de todas las cosas. Lo llamaba Satanás.
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